El ser humano está marcado por la obstinación. Pocos meses después de su nacimiento ya se manifiesta la rebeldía. No es por la influencia del ambiente que nos volvemos así; este corazón duro es parte de nuestra naturaleza, y esa naturaleza no mejora ni siquiera en el entorno más favorable: “En tierra de rectitud hará iniquidad” (Isaías 26:10). Por eso, durante el milenio de justicia y paz que Dios establecerá sobre la tierra, el Señor tendrá que reinar con vara de hierro (Salmo 2:8-9); sus enemigos se someterán a él porque no tendrán alternativa (Salmo 66:3), y aun así se levantarán finalmente en rebelión contra Dios (Apocalipsis 20:7-9).
El hombre es incorregible. Del pueblo especial que Dios eligió para sí, él tuvo que decir: “Pusieron su corazón como diamante, para no oír” (Zacarías 7:12). Y así somos todos por naturaleza: nos aferramos a nuestra propia voluntad, para no aceptar la de Dios.
Pero hubo un hombre totalmente distinto: Jesús, quien dijo: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38). ¡Qué satisfacción para Dios, encontrar por fin un hombre dispuesto a oír! “Has abierto mis oídos… el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:6-8).
Al final de su servicio, el Señor Jesús oró a su Padre: “Si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:42). Esta es la actitud que Dios aprecia: “El obedecer es mejor que los sacrificios”, la obstinación es como idolatría (1 Samuel 15:22-23).
Cristo, como Hombre en esta tierra, “por lo que padeció aprendió la obediencia; y… vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:8-9).
Isaías 63-64 – Marcos 12:28-44 – Salmo 58:1-5 – Proverbios 15:17-18