Durante un terremoto en Armenia (Asia), una escuela se derrumbó como un castillo de naipes. Parecía que no había sobrevivientes. Sin embargo, un hombre comenzó a buscar en las ruinas. Era el padre de un niño enterrado bajo los escombros. Con frecuencia había prometido a su hijo: «Siempre estaré a tu lado cuando me necesites, pase lo que pase».
No escuchó a otros padres que le decían que sus esfuerzos serían inútiles, sino que siguió buscando. ¡Era más fuerte que él, amaba tanto a su hijo que no podía abandonarlo! Después de más de 36 horas de búsqueda, cuando acababa de remover con gran dificultad un enorme bloque de cemento, oyó varias voces. Entonces llamó a su hijo, y la respuesta llegó de inmediato: «¡Papá, soy yo! ¡Ayúdanos!». Poco después logró rescatar a su hijo y a otros trece niños totalmente agotados, que estaban en un hueco, milagrosamente protegidos bajo los escombros. ¡Qué alegría, estos niños se salvaron!
Esta historia nos hace pensar en el amor de Dios por nosotros los seres humanos. Dios está cerca de nosotros y quiere salvarnos. Por supuesto, no estamos enterrados bajo las ruinas, sino bajo el inmenso peso de nuestros pecados, los cuales nos separan de Dios y nos cierran el camino al cielo. Su Hijo Jesucristo vino a nosotros como nuestro Redentor. Murió por nosotros en la cruz; todo el que cree en él recibe el perdón de los pecados y la vida eterna.
“Pacientemente esperé al Señor, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos” (Salmo 40:1-2).
2 Reyes 6 – Romanos 11:25-36 – Salmo 68:7-14 – Proverbios 16:25-26