El evangelio según Lucas afirma que uno de los dos malhechores crucificados con Jesús lo injurió diciéndole: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros”. Quería salvarse de las consecuencias de sus malas acciones mediante una intervención milagrosa, sin juzgar el motivo de su desgracia, es decir, su rebelión contra Dios. Lo mismo sucede con la humanidad, quiere ser librada de las consecuencias del pecado, sin juzgar su corazón, sin un verdadero arrepentimiento.
Pero Jesús no vino para efectuar una liberación física e inmediata de estos dos ladrones. Él vino con un propósito mucho más grande: morir en la cruz para pagar nuestra deuda con Dios, para sufrir la condena en nuestro lugar, para quitar el pecado del mundo, para borrar los pecados de todos los que le piden perdón y creen en él. Así lo entendió el segundo malhechor: reconoció su culpa, y al mismo tiempo reconoció la inocencia de Jesús. Por ello recibió la maravillosa certeza de una salvación total: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. ¡Qué fe en este hombre, y qué consuelo para Jesús en esos momentos de intenso dolor!
Al recordar las perversas y odiosas provocaciones hechas contra Jesús, admiramos la perfecta paciencia de nuestro Señor, que podría haber movilizado a todos los ángeles del cielo para librarle de sus enemigos. Pero sabemos que si permaneció en la cruz, fue por amor a los que quería salvar.
2 Reyes 4:1-24 – Romanos 9 – Salmo 66:16-20 – Proverbios 16:19-20