Esto es llamativo y solemne a la vez, pues el siervo hebreo es figura de nuestro bendito Señor. Él fue un hebreo despreciado, de la tribu de Judá, que confesó: “No soy profeta; labrador soy de la tierra, pues he estado en el campo desde mi juventud” (Zac. 13:5). Cuando estuvo en medio de Israel, sus connacionales le exigieron todo tipo de cosas, y él los sirvió fielmente, soportando sus penas y cargando con sus sufrimientos. Sin embargo, desgraciadamente, no hubo una respuesta acorde a su gracia. Después de servirlos por “seis años” -el “seis” es figura del tiempo señalado para el trabajo del hombre aquí en la tierra- él dijo: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas; pero mi causa está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios” (Is. 49:4).
Israel, la esposa infiel de Jehová (cf. Os. 2), ha sido puesta aparte. Dios ha proporcionado una esposa para su Hijo: la Iglesia. Cristo amó a la Iglesia y se dio a sí mismo por ella en la cruz maldita.
La amó demasiado como para salir solo y libre, y quiso ser Siervo para siempre. Sin embargo, aunque obtuvo a la Iglesia como su esposa, él no ha disminuido su cuidado hacia Israel, proveyendo tanto para “su alimento” como “su vestido” (v. 10) con una constancia ininterrumpida. Cuando llegue el momento, él retomará su relación con ellos, pero no hasta que los haya llevado a través de una terrible tribulación. Solo así serán llevados al arrepentimiento. Se lamentarán cuando reconozcan las heridas en sus manos, heridas que recibió en la casa de sus amigos. Pero la más alta bendición de Israel como nación nunca se comparará con la maravillosa porción de la Iglesia; porque la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y su Esposa. Tal intimidad está reservada solo para ella, y cuando se manifieste ante el asombro de todo el universo, con la Iglesia a su lado, y con Israel restaurado en sus bendiciones, él ciertamente verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho.