El octavo sabor del fruto del Espíritu es la mansedumbre. Tristemente la manifestamos muy poco: ella excluye toda forma de brusquedad, dureza, amargura. Y produce una sensación de seguridad y comodidad.
Dios es un Dios lleno de dulzura… su voz es “apacible” y delicada; su dulzura se muestra en su amor y compasión por nosotros. Nos habla, e incluso nos corrige, con dulzura (Jeremías 30:11). Si conocemos la mansedumbre de Dios, podremos reflejar aunque sea un poco de ella con la ayuda del Espíritu Santo.
En el Nuevo Testamento, a menudo la mansedumbre se asocia a la humildad (Efesios 4:1-2), al hecho de no insistir sobre nuestros derechos. No puedo ser manso si soy orgulloso.
Amigos cristianos, hay dos ámbitos en los cuales debemos manifestar especialmente la mansedumbre: cuando estamos en una posición de autoridad o poder, ya sea en el entorno familiar, profesional, o incluso en las reuniones cristianas; y cuando hablamos de nuestra fe a personas que aún están alejadas de Dios. ¡No las despreciemos! Esta no sería una demostración de mansedumbre (1 Pedro 3:15), sino de un orgullo deplorable. Algunas personas han pasado por momentos difíciles y se han alejado de la fe. ¡Ayudémosles a mantener encendida la pequeña llama! (Gálatas 6:1). Y recordemos este versículo: “Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres” (Filipenses 4:5). ¡La mansedumbre es uno de los caracteres de Jesús! (2 Corintios 10:1).
2 Reyes 23:21-37 – 1 Timoteo 6 – Salmo 74:12-23 – Proverbios 18:1