Era de noche. Las puertas de la prisión donde Pablo y Silas estaban encerrados habían sido bien aseguradas. Los prisioneros estaban encadenados. Parecía imposible escapar. Sin embargo, de repente se produjo un gran terremoto, de modo que los cimientos de la prisión se sacudieron. Al instante todas las puertas se abrieron, y las cadenas de los prisioneros se soltaron. El guardia se despertó alarmado. Pensando en la fuga de los presos, en su propia responsabilidad, en su carrera destruida, en su honor perdido, sacó la espada y quiso matarse.
Han pasado veinte siglos. Cada día hombres y mujeres desesperados solo ven una salida a su situación: quitarse la vida. Escuchen, por favor, lo que el apóstol Pablo dijo al carcelero: “No te hagas ningún mal”.
La espada no libraría a ese hombre de su desesperación. Solo Dios podía darle la fuerza para vivir. Por eso exclamó: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”. La respuesta fue: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”.
E inmediatamente recibió la verdadera liberación. Se salvó de la muerte eterna. Adiós a la idea de acabar con su vida; la paz de Dios llenó su corazón. Curó las heridas de sus prisioneros (Pablo y Silas) y los llevó a su casa. Para él, este fue el comienzo de una nueva vida en la fe en el Hijo de Dios.
“Me hiciste conocer los caminos de la vida; me llenarás de gozo con tu presencia” (Hechos 2:28).
Job 31 – Hebreos 12:12-29 – Salmo 132:13-18 – Proverbios 28:15-16