Uno de los requisitos para convertirse en un líder político o religioso es tener la capacidad para reunir un gran número de partidarios en torno a su persona y a sus ideas.
La historia de David, que termina en el trono de Israel, comenzó en una cueva donde se convirtió en el centro y el líder de los angustiados que se unieron a él. No podían aportar más que su miseria. Habían agotado todos los recursos humanos, estaban afligidos, endeudados, amargados… Todo era para ellos desagradable, incluso las alegrías terrenales más dulces.
Sin embargo, todos los que se unieron a David encontraron en él una respuesta a su necesidad personal. “Conmigo estarás a salvo”, dijo a uno de ellos (1 Samuel 22:23). Además fueron llamados a vivir una vida colectiva, cuya motivación era su apego común al rey rechazado.
Esto es, ya en el Antiguo Testamento, un eco de lo que encontramos en el Evangelio: “En ningún otro hay salvación (solo en Jesucristo); porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Y este mismo nombre, el nombre de Jesucristo, es plenamente suficiente para reunir a los suyos. Su promesa: Yo estoy “en medio de ellos” está asegurada a los que se deleitan con su presencia, lo reconocen como el centro de sus vidas y se someten a su autoridad. El resultado, en la Iglesia, será una vida colectiva feliz en torno a Cristo. Él es su centro, porque dio su vida por cada creyente.
Ester 7 – Juan 17 – Salmo 119:105-112 – Proverbios 26:21-22