«El 24 de diciembre de 2000 estaba en la calle con mis dos hijas de 6 y 2 años. Un fracaso más… Estaba desgarrada, cansada, turbada, asqueada de todo lo que la vida me había hecho. ¿Con quién contar? ¡Estaba sola en este atolladero!
El 27 de diciembre una trabajadora social me ofreció un lugar en un centro para víctimas de violencia doméstica. Me recibió una señora amable, que parecía diferente a las demás. Había mensajes bíblicos en las paredes, esto me pareció tranquilizador.
Después de unos días en los que había actuado de manera muy rebelde y agresiva, me pidieron que leyera una parábola de los evangelios. Esto produjo una lucha interior en mí. Me preguntaba: ¿Cómo podría un Dios como el de la Biblia, tan poderoso, tan bueno, amar a una mujer como yo? Era indigna, miserable, incapaz de relacionarme de forma normal con las demás personas. ¿Cómo podía Dios mirarme y esperar algo de mí? ¡Debía cambiar mi vida para no continuar ahogándome en el lodo! Comencé a llorar «vaciándome» de todo este sufrimiento, de todo este pasado y presente tan pesado, pidiendo a Dios que me guiara en la vida.
El 1 de enero de 2001, durante la comida del año nuevo con los residentes, sentí una calidez, una sensación de plenitud, de amor inexplicables. ¡Había algo que me llenaba y me tranquilizaba! ¡Era amada! ¡Dios me amaba! Nunca había sentido tal amor incondicional».
2 Samuel 19:1-23 – Hechos 8:26-40 – Salmo 27:1-4 – Proverbios 10:19