Jesús era un hombre perfecto y sin pecado. Tomó un cuerpo para poder morir (Hebreos 2:9). Fue crucificado, su sangre fue vertida en la cruz; ella limpia de todo pecado a quien cree en su sacrificio (1 Juan 1:7). Todo el que cree en él es perdonado y salvado (Romanos 3:26).
Después de su muerte y su resurrección, Jesús se apareció a sus discípulos con un cuerpo resucitado. Los discípulos lo vieron y lo tocaron; él habló y comió con ellos. Luego fue llevado al cielo, viéndolo todos, y se sentó a la diestra de Dios (Lucas 24:50-51; Marcos 16:19). Los ángeles dijeron a los discípulos que él volvería de la misma manera (Hechos 1:11).
El hombre al que Dios dio ese lugar de honor, a su diestra, es el mismo que sus discípulos conocieron y amaron aquí en la tierra. El que está sentado en ese lugar de autoridad y gloria es el mismo hombre accesible y compasivo que vivió y sufrió en esta tierra. Es el mismo a quien los hombres rechazaron, clavaron en una cruz e insultaron. Este hombre, en el cielo, lleva para siempre en sus manos la marca de su sufrimiento en la cruz.
Conoce todo lo que una persona puede sentir, porque lo experimentó. ¿Estamos tristes, ansiosos, preocupados? ¿Nos sentimos incomprendidos o rechazados? Acudamos a él con la seguridad de que nos comprende, esperando el feliz día en que, gracias a su victoria en la cruz, Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos (Apocalipsis 21:4).
2 Samuel 9 – Hechos 1 – Salmo 22:25-31 – Proverbios 9:13-18