A menudo los evangelios hablan del alma de Jesús y de los sentimientos que experimentó: simpatía, gozo, tristeza, compasión, angustia, indignación, ira frente a sus adversarios…
Como no tenía pecado, su sensibilidad no estaba influenciada por el mal: era perfecta. El sufrimiento lo llenaba de simpatía, las multitudes hambrientas despertaban su compasión, lloraba con los que lloraban.
La dureza de corazón de algunos provocaba indignación o una justa ira en él (Marcos 10:14; 3:5). Fue sensible al recibimiento que la gente le hacía. Le entristecía la incredulidad general, el rechazo de su pueblo, la incomprensión de sus discípulos. La ingratitud de las multitudes, la traición de Judas, el abandono de sus discípulos, los gritos de todos los que pedían su muerte, la vergüenza de la cruz y muchas otras cosas entristecieron su alma. En cambio, la devoción de algunas mujeres, la fidelidad de algunos discípulos y la hospitalidad de una familia amorosa como la de Lázaro, Marta y María lo reconfortaron.
Ante la proximidad de su muerte, en el huerto de Getsemaní, expresó a su Padre la angustia de su alma ante las terribles horas que le esperaban (Juan 12:27), pues iba a cargar con nuestros pecados y sería abandonado por Dios (Lucas 22:44).
Cuando Jesús salió victorioso de la tumba, la angustia dio lugar al gozo, porque la gran obra de salvación había sido efectuada (Hechos 2:27-28).
1 Samuel 26 – Mateo 21:1-22 – Salmo 18:37-42 – Proverbios 6:20-26