Llegamos a este mundo como pecadores; ¡pero lo dejaremos como santos! Qué maravilloso homenaje a la gracia superabundante de Dios: “donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Ro. 5:20) Somos santos por la gracia de Dios y por su llamamiento soberano, el cual nos ha llegado por el evangelio: “a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Ts. 2:14).
“Santos por llamamiento” es una verdad indiscutible, independientemente de lo que los hombres pueden concebir o practicar. De hecho, la santidad no se obtiene por mérito propio, pues no puede ser merecida ni conferida por una organización humana. Tales prácticas le quitan a Dios su gloria y socavan la obra de Cristo-el terreno sobre el que Dios es justo y justificador del que cree en Jesús (Ro. 3:26). El llamamiento de Dios y nuestro creer en Él jamás pueden ser disociados, porque aquel que es llamado debe responder por fe para ser “santificado” o “santo”. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:8).
Además, como santos se nos imponen exigencias divinas. Pablo escribió: “Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados” (Ef. 4:1). Nuestro andar debe ser consistente con nuestro llamamiento. El Señor Jesús está llevando a cabo una obra santificadora en nosotros “por el lavamiento del agua con la Palabra”. Él nos está preparando para aquel momento cuando presentará a la Iglesia a sí mismo, “una iglesia gloriosa… santa y sin mancha” (Ef. 5:26-27).