Si leemos descuidadamente este versículo somos presa de algunos peligros: podemos negar su verdadera humanidad, o enfatizarla excesivamente al punto de olvidar su perfecta y absoluta deidad. Se nos dice claramente que Él era, y es, Hombre: “el Hombre Cristo Jesús” (1 Ti. 2:5). Él es el único Hombre perfecto que ha pisado la tierra. Sin embargo, Él era el Hombre perfecto porque también era infinitamente más que eso. El Creador había venido a su creación y tomado su lugar como Cabeza (Col. 1:18). Sobre la tierra le fue preparado cuerpo. Él nació de mujer (Gá. 4:14), en cumplimiento a la primera palabra evangelística pronunciada por Dios mismo en Génesis 3: la Simiente de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente. Algunos han dudado de hablar de nuestro Señor como absolutamente humano; pero la Palabra de Dios siempre debe llevarnos a una adoración inteligente. Esta nos afirma que Él es un Hombre, en el pleno sentido de la palabra; nació y vivió en este mundo.
Él vino a este mundo voluntariamente, tomando una naturaleza humana perfecta y sin pecado: cuerpo, alma y espíritu. ¡Con qué cuidado el Espíritu nos impide asociar la santa humanidad del Señor con la más mínima mancha de la caída! Como resultado, su muerte es absolutamente voluntaria y divinamente eficaz: “para destruir (o anular) por medio de la muerte al que tenía el dominio sobre la muerte” (He. 2:14), y liberar a sus amados. Esta liberación no es simplemente para librarnos del poder de Satanás y de la muerte, sino también para llevarnos a la presencia del Dios vivo, porque como un misericordioso y fiel Sumo Sacerdote, nuestro Señor fue hecho propiciación por los pecados del pueblo (He. 2:17)
Por lo tanto, su Persona y su obra son divinamente perfectas; y además se nos asegura que contamos con la simpatía y ayuda de aquel Hombre que sufrió siendo tentado, pero cuyo santo corazón jamás respondió a tales tentaciones.