«Por fin había encontrado y comprendido la verdad que buscaba desde hacía tanto tiempo. Era Jesús quien, yendo a mi lado, me había protegido y guiado, aunque yo no lo conocía en ese momento. Solo él, porque aún vive, es poderoso para guiar mi destino. ¡Le debía mi supervivencia, le debía mi vida! ¡Le debía todo!».
Sin embargo, una cosa seguía frenando a Koeun. Ese Jesús a quien estaba descubriendo, cuando estaba clavado en la cruz, había perdonado a sus verdugos. En cambio, él nunca podría perdonar a los Jemeres Rojos… Solo después de una dura lucha interior aceptó renunciar a toda la amargura y el odio que lo llenaban. Contó lo siguiente: «De repente sentí que una pesada carga era quitada de mis espaldas. Me sentí ligero. El odio y el deseo de venganza habían oscurecido mis ojos todos estos años. A pesar del ambiente sombrío, por fin sentí que podía ver con claridad. Un sentimiento de paz llenó mi corazón. Era libre, verdaderamente libre. No era una liberación física o política, como esperaba. Había encontrado la verdadera libertad, la que no depende de las circunstancias, la que nadie podrá quitarme jamás, sea que esté encerrado entre las cuatro paredes de una cárcel, o que sea un refugiado de guerra al otro lado del mundo. ¡Tenía paz! En mi corazón me sentía libre de las cadenas de la culpa, de la duda, del odio, de todos los sentimientos que me atormentaban. ¡Jesús había venido a mí, me había encontrado y me había dado su paz!».
Ezequiel 21 – Hechos 27:1-12 – Salmo 37:8-15 – Proverbios 12:11-12