Judas pasó tres años y medio en compañía de Jesús, quien lo eligió personalmente como discípulo (Marcos 3:14, 19). Exteriormente, nada lo diferenciaba de los demás. Jesús lo amaba y le lavó los pies… Pero Jesús no tenía lugar en el corazón de Judas, la relación era solo externa. Judas amaba el dinero y llegó a ser ladrón (Juan 12:6). Por ello Satanás, apoderándose de él, lo incitó a vender a Jesús (Juan 13:27). Llamándole hipócritamente “Maestro”, Judas dio a Jesús el beso de la traición y lo entregó a sus enemigos, por treinta piezas de plata (Marcos 14:45). Cuando comprendió las consecuencias de su acto, sintió remordimiento. Pero Satanás continuó su fatídico trabajo, sin piedad. Tras haberle inducido a cometer este terrible e irreparable acto, lo condujo a la desesperación y a la muerte.
Antes de ahorcarse, Judas llevó el dinero, el precio de su traición, al templo. Pero los judíos no lo aceptaron, por escrúpulos, porque era “precio de sangre” (Mateo 27:6). Con este dinero compraron el “Campo de sangre”, que se convertiría en un cementerio para los extranjeros. El fin de este hombre, al que Jesús llamó “el hijo de perdición” (Juan 17:12), fue horrible. Después de haber sido esclavo de Satanás para entregar a Jesús a sus enemigos, Judas acabó quitándose la vida. Luego de haber vivido cerca de Jesús durante varios años, pasó a manos de un amo cruel, y terminó sin esperanza, perdido eternamente.
Simón Pedro, su condiscípulo, se aferró a Jesús, el mejor Maestro. El contraste es sorprendente.
Ezequiel 3 – Hechos 15:1-35 – Salmo 31:9-13 – Proverbios 11:5-6