Todos los cristianos conocen estas maravillosas palabras. He aquí la historia de un soldado rumano, Gheorghe, durante la segunda guerra mundial.
Las tropas rusas habían invadido la región rumana de Besarabia y habían entrado en Moldavia. Gheorghe y sus compañeros estaban aterrorizados. Las balas zumbaban a su alrededor, los proyectiles hacían temblar el piso. Durante el día Gheorghe buscaba consuelo en su Biblia, y por la noche repetía los versículos que había memorizado.
Un día, durante un ataque enemigo, Gheorghe se halló separado de su compañía. Presa del pánico, huyó al bosque donde, agotado, se quedó dormido al pie de un árbol. Al día siguiente trató de buscar a sus compañeros, mientras avanzaba prudentemente hacia el frente. Como el ruido de la batalla se acercaba, levantó su fusil y, con el dedo en el gatillo, observó al enemigo. ¡Sus nervios estaban a flor de piel!
–Todas mis pretensiones y esfuerzos fueron inútiles en ese momento, dijo después. Cuando, a veinte metros de distancia, apareció un soldado ruso, solté mi fusil y caí de rodillas. Con la cara entre las manos, oré. Estaba esperando el gélido toque del arma enemiga sobre mi cabeza cuando sentí una ligera presión en mi hombro. Abrí lentamente los ojos. Mi enemigo estaba arrodillado a mi lado, con su fusil junto al mío. Tenía los ojos cerrados. ¡También estaba orando! Cada uno en su idioma, unidos por el amor de Dios, terminamos con estas dos palabras: «Aleluya… ¡Amén!». Absolutamente conmovidos, nos separamos tras un cálido abrazo.
2 Samuel 22:31-51 – Hechos 11 – Salmo 29:1-6 – Proverbios 10:27-28