La historia del hijo pródigo, relatada por el Señor Jesús en Lucas 15, es una bella imagen del corazón de Dios el Padre y del gozo que tiene cuando un pecador arrepentido vuelve a Él. Pero hay otra lección en este relato para quienes tienen oídos para oír. Cuando el hijo menor volvió en sí y decidió que volvería a su padre, él preparó su confesión, diciendo: “Padre, he pecado… ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (vv. 18-19).
Luego de esto, él se levantó para ir a su casa, pero su padre lo vio “cuando aún estaba lejos”, corrió a él y “se echó sobre su cuello, y le besó”. El hijo pródigo comenzó a recitar la confesión que había preparado, pero solo alcanzó a llegar hasta “no soy digno de ser llamado tu hijo”. Su padre lo interrumpió a la mitad de su discurso y él nunca pudo llegar a la parte “hazme como uno de tus jornaleros”. El padre, lleno de clemencia, condujo al pródigo al lugar de la plena filiación-“sacad el mejor vestido, y vestidle” (v. 22). ¡Qué figura tan preciosa de la posición de hijos a la que hemos sido introducidos! Este es el argumento que Pablo les presenta a los Gálatas, quienes estaban buscando ponerse bajo la ley. “No”, les dice el apóstol, “esto es convertirse en un siervo y volver a la esclavitud, en lugar de eso, Dios los ha hecho hijos”. Y “Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gá. 4:1-7).
El hijo pródigo es como el hombre de Romanos 7-convertido, pero bajo la ley. Sin embargo, el tal encontró liberación de la esclavitud por medio de Cristo, y recibió el Espíritu de adopción, el cual clama: “Abba, Padre” (Ro. 8:15). Hay muchos cristianos que, en la práctica, están en el mismo estado del hijo pródigo en su camino a la casa de su padre: convertidos, pero sin comprender todavía la plenitud de la liberación que tienen como hijos en la presencia del Padre por medio del Espíritu Santo.