Juan es el único hombre que ha llorado en el cielo, y aunque lloró mucho, no se le permitió hacerlo por mucho tiempo. Él oyó a uno de los ancianos decir: “No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos” (v. 5). Y Juan, que había estado tan ocupado buscando en el cielo y en la tierra, y debajo de la tierra (y que había pasado completamente por alto el trono), ahora dirige sus ojos al trono para ver a este León todopoderoso, pero él dijo: “Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado”. El León que prevalece es el Cordero que ha sido inmolado.
En la tierra, Juan había escuchado las palabras: “He aquí el Cordero de Dios” (Jn. 1:29). Él había seguido al Cordero en su humillación. Había estado a los pies de la cruz y había sido un testigo del Cordero en sus sufrimientos. Había visto cómo los hombres horadaron sus manos y sus pies en el lugar de las tres cruces, “y allí le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio” (Jn. 19:18). Había visto a Jesús como el Hombre resucitado aquella tarde del día de la resurrección cuando Jesús vino y se puso en medio de sus discípulos, mostrándoles las heridas en sus manos y en sus pies. Ahora, transportado al cielo, junto con el vasto ejército de los redimidos-en el centro mismo de la gloria celestial-él vio “en medio del trono… un Cordero como inmolado”.
Él vio al Cordero en sus glorias-a JESÚS, con las marcas de los clavos en sus manos y sus pies, el único Hombre en toda la gloria eternal que llevará algún rastro de los dolores del tiempo.