Para los griegos del primer siglo, como para la mayoría de nuestros contemporáneos, la resurrección del cuerpo (retorno de la muerte a la vida) es algo imposible. Por eso en Atenas la gente se burló del apóstol Pablo cuando habló de la resurrección de los muertos (Hechos 17:32).
Incluso en la iglesia de Corinto algunos dudaban de la resurrección de los cuerpos. Pablo tuvo que recordarles su importancia. En efecto, negar la resurrección es rechazar lo esencial del cristianismo: la resurrección de Cristo, la vida después de la muerte, el juicio futuro… Es negar que Dios haya validado el sacrificio de Cristo, el cual quita toda nuestra culpa y nos convierte en hijos de Dios.
Pablo pudo defender enérgicamente la resurrección porque él mismo se encontró con el Resucitado en el camino a Damasco. Cuando creía que Jesús estaba muerto y perseguía a sus discípulos, Jesús mismo lo detuvo y le habló desde el cielo (Hechos 9:6). Este hecho cambió todas sus creencias. Ahora un Cristo resucitado, un Cristo vivo, era el centro de su vida y de su predicación. Su testimonio se sumó al de los numerosos testigos de la resurrección de Jesús, estableciendo así sólidamente la verdad de Su resurrección.
La resurrección de Jesucristo es, pues, un hecho innegable sobre el cual se basan nuestra fe y nuestra esperanza, ya que estos hechos están registrados en la Palabra de “Dios, que no miente” (Tito 1:2).
Nehemías 12 – Juan 12:1-26 – Salmo 119:49-56 – Proverbios 26:7-8