Algunos virus actúan destruyendo las defensas inmunitarias del organismo, dejándolo sin ninguna protección contra los ataques de otras enfermedades.
De la misma manera el pecado nos ha contaminado moralmente. Desde su desobediencia a Dios, el hombre ha querido vivir sin él. Este «virus» temible que ataca su alma lo contaminó desde su nacimiento. Como no tenemos inmunidad, estamos constantemente inclinados a pecar. Este enemigo invisible quiere que lo olvidemos, pero está en cada uno de nosotros y lleva la muerte en sí mismo. ¿Hay algún remedio? La paga del pecado, lo que merece, es la muerte (Romanos 6:23). Y la prueba es que en la tierra todos mueren.
Dios nos ofrece un sustituto: por amor, Jesucristo sufrió en mi lugar la muerte que merezco. Solo él, quien no cometió pecado, santo en su naturaleza, podía hacerlo. Entonces, el único remedio eficaz para mí como pecador es la fe en Jesús, único mediador entre Dios y los hombres.
Para beneficiarnos de esta prescripción es necesario seguirla. Es sencillo: debemos creer en Dios, el único verdadero. Creer no es repetir una frase, sino aceptar como verdadero, con humildad y gozo, que Jesús murió en nuestro lugar, y que Dios lo resucitó para mostrar que estaba plenamente satisfecho.
“Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).
“¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15).
1 Crónicas 27 – Lucas 21:1-24 – Salmo 94:8-15 – Proverbios 21:13-14