En medio del debate que produjo la adopción de una nueva ley, un responsable político declaró: «Esta ley es la ley de la libertad, pues da el derecho a cada uno de decidir lo que quiera, de vivir con libertad sus pasiones».
¡Libertad para sus pasiones! En una época en la que cada vez se habla más de adicción a una u otra cosa, cuando en los hospitales se crean servicios consagrados a este problema, dicha expresión nos aflige. No, las pasiones de nuestra naturaleza no nos dejan libres; al contrario, nos esclavizan. Muchos de nosotros seguramente se identifican con este hombre descrito por Pablo, quien dijo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:19). Por lo tanto, prometer la libertad a alguien dejándole hacer lo que quiera es engañoso e ilusorio.
En la Biblia Dios nos propone otra ley de la libertad. Confirma que “cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:14-15). Él quiere que escapemos de esa muerte espiritual, desea liberarnos de esa “ley del pecado” que está en nosotros (Romanos 7:23; 8:2). Quiere cambiar nuestro corazón, que por naturaleza se opone a Dios. Para ello dio a su Hijo Jesucristo.
Todo el que cree en él recibe una nueva naturaleza, feliz de obedecer la voluntad de Dios. ¡Esta es la verdadera libertad, es decir, vivir en armonía con el Creador, quien nos hizo a su imagen!
Ezequiel 13 – Hechos 21:1-16 – Salmo 34:7-14 – Proverbios 11:25-26