En el cementerio del pueblo acababan de enterrar a un hombre mayor que no quería ningún oficio religioso en su funeral. Cuando el ataúd fue puesto en su lugar, un incómodo silencio se instaló entre los presentes. A un amigo de la familia le parecía imposible dejar aquel lugar sin una palabra de consuelo y de despedida.
Entonces preguntó si podía decir algunas palabras. Abrió su Biblia y leyó este versículo del Evangelio: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Luego oró encomendando la familia del difunto y todos los asistentes a la misericordia de Dios.
Un poco más tarde, el jardinero del cementerio se acercó a él y le preguntó:
–Disculpe, ¿usted es el cura, el pastor?
–No, no soy ni uno ni otro. Simplemente soy un cristiano porque creí que Jesucristo murió por mí en la cruz.
El jardinero tenía los ojos llenos de lágrimas.
–No llore, Cristo también murió por usted.
–Ya lo sé, acabo de comprenderlo.
Ante una tumba abierta, la Palabra de Dios mostró una vez más su poder vivificante. Una persona nació “de nuevo”. ¡Es un motivo de gozo en el cielo y en el corazón del que sabe que fue perdonado!
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
Ezequiel 12 – Hechos 20:17-38 – Salmo 34:1-6 – Proverbios 11:23-24