Dios solo prohibió una cosa al primer hombre, a quien instaló en un maravilloso huerto: no debía comer del fruto de cierto árbol. Pero Adán desobedeció y decidió hacer su propia voluntad, y no la de Dios.
En contraste, la invariable línea de conducta de Jesús fue hacer la voluntad de su Padre. “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7). Y dijo a sus discípulos: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). También dijo: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Juan 6:38).
La desobediencia del primer hombre fue una terrible afrenta a Dios. Mediante su obediencia, Jesús devolvió a Dios el honor debido. Jesús no obedeció por obligación, sino por amor: “Para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago” (Juan 14:31).
Como era Dios, Jesús nunca había tenido que obedecer. Pero cuando se hizo hombre, mostró lo que convenía a esta condición, es decir, una obediencia incondicional a Dios. Esta obediencia lo llevó hasta la cruz: “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Dios fue plenamente glorificado mediante la obediencia perfecta del hombre Cristo Jesús.
1 Samuel 23 – Mateo 18:15-35 – Salmo 18:7-15 – Proverbios 6:1-5