Los evangelios revelan varias veces el asombro de los que rodeaban a Jesús. Poco después de su nacimiento, sus padres quedaron asombrados cuando Simeón dijo a Dios: “Han visto mis ojos tu salvación” (Lucas 2:30), mientras sostenía al bebé en sus brazos. A la edad de 12 años, en el templo, Jesús escuchó y preguntó a los doctores de la ley. Y todos se maravillaban por su inteligencia y sus respuestas.
Siendo adulto, expulsó demonios y sanó a muchas personas. “La multitud se maravillaba, viendo a los mudos hablar, a los mancos sanados, a los cojos andar, y a los ciegos ver” (Mateo 15:31). Sus oponentes quedaron con la boca cerrada. “No pudieron sorprenderle en palabra alguna delante del pueblo, sino que maravillados de su respuesta, callaron” (Lucas 20:26). Condenado y crucificado injustamente, murió después de clamar a “gran voz”, lo que es imposible para un crucificado. El oficial romano y los que vigilaban a Jesús quedaron asombrados: “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mateo 27:54).
La muerte no pudo retenerlo. Jesús resucitó, demostrando así que era el Hijo de Dios. Los discípulos, aunque habían oído a Jesús hablar de su muerte y su resurrección, se asombraron al verlo vivo, resucitado (Lucas 24:40-41).
Todo nos muestra la divinidad y la grandeza de aquel que dio su vida para salvarnos. ¡Nuestra felicidad es creer en él y amarlo!
2 Reyes 1 – Romanos 8:1-17 – Salmo 65:9-13 – Proverbios 16:13-14