La luz divina que resplandeció en el corazón entenebrecido de Pablo, durante su conversión, es análoga a la luz física que disipó las tinieblas al principio de la creación. Consecuentemente, él fue llevado con Cristo durante toda su vida, y portó el “evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (v. 4) en su vaso de barro. Dios quebró el vaso para que la luz pudiese resplandecer a aquellos que lo rodearon durante su vida y su predicación.
La gloria de Dios tiene que ver con Su naturaleza, así como con Sus hechos, por medio de los que se nos revela. La creación es un aspecto de la revelación de su gloria: “Porque las cosas invisibles de Él, su eterno poder y Deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Ro. 1:20).
En el capítulo anterior, leemos que hubo una gloria de Dios vinculada a la promulgación de la ley: “Porque si el ministerio de condenación [la ley] tiene gloria, mucho más abunda en gloria el ministerio de justicia [la gracia]” (2 Co. 3:9 NBLA). Esta justicia está fundada en la obra consumada de Cristo en la cruz; es ministrada por el Espíritu; y es revelada en el evangelio, cuyo tema glorioso es Cristo. En su soberana gracia, Dios ha resplandecido en nuestros corazones para darnos la iluminación del conocimiento de su gloria en la faz de Jesucristo, pues Él es “el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” (He. 1:3). Sin duda alguna, ¡la gloria de Dios resplandeció preeminentemente en la cruz de Cristo!