Antes de comenzar su servicio público, Jesús fue tentado en el desierto por Satanás, y salió victorioso. Luego fue de un lugar a otro haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo (Hechos 10:38). Pero fue odiado y rechazado. El momento de su crucifixión se acercaba…
En el huerto de Getsemaní, horas antes de ser crucificado, Jesús estaba muy angustiado al pensar en el juicio que sufriría de parte de Dios en lugar de los pecadores. Sentía intensamente lo que le esperaba. La idea de cargar con nuestros pecados, de ser hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21), él, el Santo y Justo (Marcos 14:33), lo llenaba de gran angustia. ¡Rogó a su Padre que lo librase de esa hora! Pero también en ese momento dejó de lado su propia voluntad, aunque perfecta, y la sometió a la de Dios. Se entregó a sí mismo como sacrificio a Dios (Efesios 5:2). Al final de esta terrible lucha, en la que su sudor era como “grandes gotas de sangre”, se levantó y, uniéndose a sus discípulos, les dijo: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).
De nuevo, en ese momento de agonía, Jesús no hizo valer su propia voluntad. Al contrario, “aunque era Hijo (de Dios), por lo que padeció aprendió la obediencia; y… vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:8-9).
Su obediencia perfecta lo llevó a ofrecerse a sí mismo para expiar los pecados de hombres desobedientes y pecadores como nosotros. ¡Esta salvación es un regalo! ¡Dios la da a todo el que cree en Jesús como su Salvador!
2 Reyes 19 – 1 Timoteo 1 – Salmo 72:12-20 – Proverbios 17:19-20