«Señor, ¿me oyes? Sufro terriblemente, estoy encerrado en mí mismo, soy prisionero de mí mismo… Solo oigo mi voz, solo me veo a mí mismo. Señor, ¿puedes oírme? Libérame en mi cuerpo, pues solo es hambre… Libérame en mi corazón, está hinchado de mí… Libérame en mi espíritu, está lleno de sí mismo… Señor, no puedo salir, amo mi cárcel y al mismo tiempo la odio, ¡porque mi cárcel soy yo! Y me amo, me amo, Señor, y me da asco. Señor, ¿dónde está la puerta? ¡Toma mi mano! Ábrela, muéstrame el camino, el camino del gozo, de la luz.
Amigo, el Señor te escucha. Tu sufrimiento le conmueve. Ha observado tus persianas cerradas, ¡ábrelas, y su luz te iluminará! Lleva tanto tiempo esperándote del otro lado de tu puerta cerrada… ¡Ábrela, él está justo del otro lado! Te está esperando, pero tienes que abrirle, ¡tienes que salir de ti mismo! ¿Por qué seguir siendo tu prisionero? ¡Eres libre! No es él quien ha cerrado tu puerta. No es él quien puede abrirla, eres tú quien desde dentro la tienes sólidamente cerrada».
2 Reyes 11 – Romanos 15:14-33 – Salmo 69:9-18 – Proverbios 17:1-2