Mucho antes de que Jesús viniera a la tierra, el profeta Isaías dijo: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación”! (Isaías 52:7). Así, en los evangelios, muchos se maravillaron por sus enseñanzas y sus obras.
Sin embargo, Jesús fue globalmente rechazado por el pueblo que Dios había elegido. Cuando nació, no hubo lugar para él en el mesón (Lucas 2:7), tampoco tuvo dónde recostar su cabeza (Mateo 8:20). En el huerto de Getsemaní, Jesús oró y suplicó a su Padre con gran clamor y lágrimas (Hebreos 5:7). Su alma estaba “muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38). “Estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44).
Pero el final del versículo de hoy describe el momento en que todo ojo verá a Jesús en su gloria, cuando vuelva para establecer su reino en la tierra. Todos se asombrarán cuando lo vean. La admiración ante su magnificencia someterá a todos bajo su autoridad.
Hoy, la persona de Jesús y lo que hizo puede sorprendernos. Pero lo que cuenta para nuestro futuro eterno es creer en él, aceptar su amor demostrado en la cruz (Juan 3:16). Solo así estaremos entre aquellos a quienes él vendrá a llevar para que estén siempre con él (1 Tesalonicenses 4:16-17).
2 Reyes 2 – Romanos 8:18-27 – Salmo 66:1-7 – Proverbios 16:15-16