En el huerto del Edén, Satanás hizo creer a Adán y Eva que serían “como Dios” si comían el fruto prohibido. Pensar que serían como Dios les pareció deseable, y siguieron el consejo del Tentador. Así desobedecieron a Dios, negando su autoridad sobre ellos como Creador.
El deseo de engrandecerse, de ser como Dios, se transmitió a toda la raza humana. La humildad no es natural en nosotros; y el orgullo, debemos admitirlo, vive en el corazón de todos nosotros, en diversos grados.
Cuando Jesús vino a la tierra, dijo: “Yo no busco mi gloria”.
“Cristo Jesús… siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-8). Jesús siguió, pues, un camino opuesto al de nuestros primeros padres. El deseo de engrandecerse, que llevó a Adán a desobedecer, era ajeno a Jesús, quien durante toda su vida en la tierra manifestó una verdadera y constante humildad. Jesús era “humilde de corazón” (Mateo 11:29); y no era hipócrita, como a veces lo somos nosotros. No buscó la aprobación o la admiración de los hombres, sino que hizo la voluntad de Dios. El centro de sus pensamientos siempre, en todo y en todas partes, era Dios, su Padre.
Dios tuvo complacencia solo en su amado Hijo (Mateo 17:5). Por eso lo resucitó y “le exaltó hasta lo sumo”; lo coronó “de gloria y de honra” (Filipenses 2:9; Hebreos 2:9).
1 Reyes 20:22-43 – Romanos 4 – Salmo 63:5-11 – Proverbios 16:5-6