Una estudiante alemana había escuchado el Evangelio varias veces, pero su corazón permanecía cerrado. Quería vivir su vida a su manera, y así lo hizo hasta el terrible día del gran bombardeo de Hamburgo, durante la última guerra mundial. En pocas horas, un gigantesco incendio arrasó la ciudad. En su desesperada huida, la joven halló refugio en la capilla de un pueblo cercano, a donde también llegaron otras personas. Esta pobre gente, que lo había perdido todo, lloraba y se lamentaba. Un cristiano fue a verlos, escuchó sus quejas y comprendió su angustia. Luego pidió un poco de silencio y dijo: «Queridos amigos, mientras los escuchaba, oí en medio de sus quejas, que entiendo, una frase de la cual me gustaría hablarles. Uno de ustedes dijo: Dios nos ha abandonado. Esto no es cierto, ustedes se equivocan. ¡La verdad es que somos nosotros los que hemos abandonado a Dios!».

Relatando este episodio, cincuenta años después, la mujer que lo vivió agregó: «Eso es todo lo que recuerdo de las palabras de aquel creyente. Pero esa frase fue como una flecha que alcanzó mi corazón. Por encima del estruendo de las bombas, la voz de Dios me hablaba, quizá por última vez. Respondí a su llamado y nunca más dejé a mi Dios».

“(Dios) os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados… entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Efesios 2:1, 3).