«Tenía ocho años cuando mi hermano nació, y diez cuando mis padres se separaron. El día en que mi madre se fue con mi hermano, mi vida cambió: ¡Me sentí completamente rechazado! Me fui a vivir con mis abuelos. Eran buenas personas, pero toda mi adolescencia estuvo marcada por una creciente adicción al alcohol, al tabaco y las drogas.
Mi abuela aceptó a Jesucristo como su Salvador cuando yo tenía 13 años. Intentó hablarme de Dios, pero la mayoría de las veces no la escuchaba. Sin embargo, aquellas palabras sobre el amor, la paz y una vida mejor quedaron grabadas en mi cabeza.
Cuando tenía 14 años quise dejar las drogas y cambiar de vida, pero cuanto más tiempo pasaba, más me hundía.
Durante más de diez años mi abuela me invitó a asistir a reuniones cristianas, pero nunca fui, hasta el 29 de octubre de 2006. Ese día entré por primera vez en una iglesia. El predicador habló de Jesús, quien nos ama tanto que estuvo dispuesto a morir por nosotros. Estas palabras llegaron a un lugar que nunca antes había sido tocado: ¡mi corazón!
Cuando invitó a todos a recibir a Jesús, me eché a llorar y acepté a Jesús como mi Señor y Salvador. Jesús hizo una obra poderosa en mí, una obra de sanación y liberación. Fui liberado de mis antiguas adicciones, y hoy formo parte de un equipo de cristianos que visitan a los presos y comparten el Evangelio con ellos».
1 Reyes 7:23-51 – Marcos 9:30-50 – Salmo 55:8-15 – Proverbios 15:5-6