Si hay algo extraordinario en la historia del mundo, es el inmenso desarrollo del cristianismo. Parece increíble que se haya extendido tan rápidamente por el imperio romano, y luego por todo el mundo, teniendo en cuenta que la esencia del Evangelio es que un hombre objeto de insultos, burlas, golpes, fue clavado en una cruz cerca de Jerusalén, y que este hombre era el Hijo de Dios dándose en sacrificio por la salvación del mundo.
Imaginemos la oposición que encontró la proclamación del Evangelio ante personas que ciertamente no eran sencillas: judíos religiosos, por un lado, griegos con formación filosófica, por otro… Al oír esta extraordinaria predicación: “Jesucristo, Hijo de Dios”, que murió en la cruz “por nuestros pecados”, y resucitó, muchos dijeron: ¡Qué locura!
Pues bien, ¡esta locura triunfó sobre todos los obstáculos! Es la prueba misma de su valor divino. “Cristo crucificado… Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Corintios 1:23-25).
Jesús lo había ilustrado con el ejemplo de la serpiente de bronce que Moisés levantó en el desierto. Bastaba con mirarla para curarse de la mordedura mortal de las serpientes. ¿Qué representa esto? A Jesús crucificado. “Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-15).
1 Reyes 6 – Marcos 8:22-38 – Salmo 54 – Proverbios 15:1-2