Todo el mundo estaba al tanto de su situación. La vergüenza que esta mujer sentía era acrecentada por el desprecio de los lugareños. Ni la repulsión por su comportamiento, ni los remordimientos pudieron iniciar un cambio en ella. Se sentía esclava de su pecado.
Jesús despertó una esperanza en ella. Esta mujer oyó cuando Jesús hablaba ante una gran multitud y comprendió que él era diferente a los demás. Lo vio sentarse a la mesa de un fariseo, funcionario religioso reconocido. Allí, aquel que prometía la liberación, hablaba con alguien que no podía más que condenarla. ¿Se animaría ella a acercarse ahora a Jesús?
Sí, entró; pero incapaz de decir algo, cayó de rodillas para adorarle y lloró. Derramó perfume sobre sus pies, los cubrió de besos y los limpió con sus cabellos. Sabía que él era su Libertador. La presencia de Jesús la transformó. Excluida anteriormente por los demás, ahora era recibida por Dios. Ya no la abrumaba la vergüenza.
El fariseo que había invitado a Jesús estaba incómodo: ¿cómo puede esa mujer acercarse a Jesús? ¿No sabía él quién era ella? Pero Jesús le explicó la sorprendente actitud de esta mujer: ella se acercó a él, consciente de su pecado, de sus relaciones con el mal, de sus heridas interiores. Y ahora podía irse perdonada, en paz, libre. Esto también es posible para nosotros. Quien reconoce sus pecados y arrepentido los confiesa a Jesús, obtiene el perdón y se levanta, liberado, para unirse al Señor.
Éxodo 12:21-51 – Hechos 9:23-43 – Salmo 27:9-14 – Proverbios 10:22-23