Después del diluvio, los descendientes de Noé se dividieron en diferentes grupos étnicos. Desgraciadamente, pronto cayeron en todo tipo de idolatría, tal como se nos relata en Génesis 10 y 11, y luego se nos describe en Romanos 1:18-32. A medida que estos pueblos se volvían a los ídolos, Dios permitió que siguieran sus propios caminos, aunque él hace a todo ser humano responsable delante de Él (véase Hch. 17:24-31; Ro. 3:19). En su gracia soberana, el Dios de gloria llamó a Abram para que saliera de aquel mundo de idolatría, y lo convirtió en padre de todos los creyentes que siguen sus pisadas.
Con frecuencia, Dios les recordaba a los descendientes de Abraham que debían permanecer fieles a él y no volverse a los ídolos vanos. ¿Por qué? Porque cada nueva generación debe aprender las mismas lecciones que Abraham tuvo que aprender. Después del Éxodo de Israel de Egipto, Dios repitió este requisito: A los hijos, es decir, a cada nueva generación, se les debía enseñar lo que les había sucedido a sus padres. El mundo, ya sea bajo la influencia de Babilonia, Egipto o Canaán, es un sistema que se estableció con el solo propósito de competir con los planes de Dios para la humanidad.
El libro de los Jueces y muchos de los profetas muestran cómo los descendientes de Abraham fueron víctimas de estas influencias seductoras que contendían contra Dios y sus intereses. ¡Hoy en día no es diferente! Juan nos advierte que no amemos al mundo, ni las cosas que están en el mundo, y que no nos dejemos dominar por las pasiones y deseos (1 Jn. 2:15-17). Hemos sido bendecidos con la mayor de las bendiciones (1 Jn. 5:20), pero estamos constantemente en peligro de desviarnos. “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1 Jn. 5:21). El llamamiento a “salir” es tan relevante hoy en día como lo fue para Abraham y sus descendientes. Corremos tanto o más peligro de caer como en los tiempos en que se escribieron las epístolas.