Jesús, quien vino del cielo, hablaba del momento en que ascendería al cielo, después de su muerte y resurrección. Hablaba de pasar “de este mundo al Padre”, de dejar el mundo e ir al Padre: no al cielo, sino al Padre. Para él, lo que caracteriza el cielo es la presencia de su Padre.
Después de la desobediencia de Adán, el hombre se organizó sin Dios, en un sistema que la Biblia llama “el mundo”, y cuyo príncipe es Satanás (Juan 14:30). “Todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:16). Existe un antagonismo natural entre “el Padre” y “el mundo”, y Jesús lo sintió profundamente, ya que vino “del Padre… al mundo”. Toda su vida en la tierra estuvo consagrada a su Padre, a quien había venido a revelar a los hombres (Mateo 11:27). En él no había nada que respondiera a los deseos del mundo. Su vida estuvo marcada por el sufrimiento, el desprecio, el rechazo y, finalmente, la cruz.
Jesús estaba a punto de dejar a sus discípulos. Les habló del momento en que su obra sería cumplida, pero no les describió los esplendores del cielo, solo les dijo que iba “al Padre”. Jesús, el Hijo amado, iba a dejar este mundo donde había sufrido tanto, para ir a su Padre, cuya voluntad había cumplido, hasta la muerte.
Podía consolar a sus discípulos. Iba “al Padre”, pero allí no estaría solo, pues les había preparado un lugar en la casa de su Padre. Y volvería para llevarlos con él (Juan 14:2-3).
1 Reyes 22:29-53 – Romanos 7 – Salmo 65:5-8 – Proverbios 16:11-12