Dios había prohibido a Adán y Eva comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero Satanás se las arregló para despertar en Eva el deseo de comer de él. Ella eligió hacer su propia voluntad e influenció a su marido para que hiciese lo mismo.
A partir de ese momento, todos los descendientes de Adán tenemos una voluntad que muy a menudo se opone a la voluntad de Dios. No está en nuestra naturaleza el hacer la voluntad de Dios. Preferimos hacer lo que queremos. Para algunos, la felicidad se resume en hacer lo que se quiere.
Cuando vino a la tierra, Jesús declaró: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8). Por esta razón vino a la tierra, y este fue el objetivo constante de su vida. Además, Jesús dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34).
Antes de ir a la cruz, Jesús libró un terrible combate interior. Él, que era santo y sin pecado, ¿cómo podría querer sufrir “por los pecados, el justo por los injustos”, y ser abandonado por Dios? (2 Corintios 5:21; 1 Pedro 2:22; 3:18). Sin embargo, sometió su voluntad a la de su Padre: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Esta era su prioridad absoluta, ¡costase lo que costase!
Expresó a sus discípulos el motivo de su entrega hasta la muerte: “Para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago” (Juan 14:31). ¡Jesús obedeció por amor!
1 Reyes 20:1-21 – Romanos 3 – Salmo 63:1-4 – Proverbios 16:3-4